domingo, 23 de junio de 2013

Perfume

Algo ha muerto hoy.
La inocencia, la juventud, un sueño.
Uno más, uno menos.
Hay días en los que no ocurre nada y todo pasa.
La vida presurosa, te empuja, te arremete, para seguir adelante, inconsciente. Todo se ha parado, pero nada espera.
Y el mundo se aprieta detrás del cristal, pidiendo entrar a gritos, rompiendo en pedazos y haciendo añicos a su vez lo que está fuera, la visión nítida que se vislumbra desde dentro.
Yo me vuelvo a sentar a escribir aquí, desde una nueva ventana que me cobija hoy, que ya no es la misma de ayer ni, aunque se asemeje, será desde la que otearé mañana. 
Las mismas luces, la misma avenida, años después. Y todo ha cambiado. Como yo, como lo que soy, lo que era y lo que fuí. ¿Qué seré?
Seré la chica que escribe detrás del cristal. Porque si alguna certeza tengo a pesar de todo,es que ya no puedo levantarme de aquí. Que debo de seguir, acechando, tras el cristal. Porque el mundo, global, majestuoso, opulento, acometedor, belicoso, tan sólo es soportable en la sutileza de sus pequeños detalles.
Y esto no cambiará, igual que no puede corregirse este texto, porque esto es vida, incorregible, irreplegable, circunstancial, absoluta.

sábado, 15 de octubre de 2011

Cuando volvió fue lo primero que pensó. Dejó el equipaje en su antigua habitación, cogió la bicicleta oxidada y pedaleó jadeante por el camino de tierra, sin volver la vista atrás, mientras dejaba el pueblo a su espalda.
Atravesó a pie algunos matorrales. La vegetación había espesado en su ausencia. Tras apartar las ramas vencidas de un viejo castaño que aún creía recordar la vía se apareció ante él. Seguía allí, esprándole, kilómetros inagotables de sólido y consistente acero, ya en desuso, que parecían extenderse hacia el infinito.
Subió al raíl. La superficie era estrecha, se sentía inestable. Abrió los brazos para mantener el equilibrio y caminó.
Aparecieron algunas nubes, tornando el cielo azulado de finales de verano en un gris verdoso y comenzó a caer un ténue chisporroteo, pero siguió avanzando.
Tras algunos metros se abría aquella curva. Ya no sentía miedo, sólo curiosidad -¿qué habría detrás?-. Una necesidad apremiante le empujaba a seguir. Al fondo le pareció escuchar el silbido de un tren. No miraría atrás -se se dijo- seguiría avanzando.
Fotografía de José M. LLamas (www.jmllamas.es)

martes, 11 de octubre de 2011

Los días están contados, no hay más que temer

Los días están contados
no hay más que temer.
Tan solo seremos libres
cuando no haya más que perder.
Se lo llevó la tormenta y el tiempo.

(Vetusta Morla)

http://youtu.be/KWtITuQ5lSo

domingo, 7 de agosto de 2011

Romeo y Julieta, acto II, escena VI

Los placeres violentos terminan en la violencia,
y tienen su triunfo en su propia muerte,
del mismo modo que se consumen el fuego y la pólvora
en un beso voraz.

miércoles, 20 de julio de 2011

Un paseo hacia lo desconocido

Decidí salir a dar un paseo. El calor sofocante de la tarde empezaba a amainar y se había levantado algo de brisa. Las campanas del convento acababan de dar las ocho. Era lo bueno y lo malo de vivir allí, siempre sabías la hora que era. Me había acostumbrado a aquella melodía repetitiva que recordaba la huída de cada momento, como si alguien se hubiese empeñado en acentuar el paso del tiempo y, cada vez que comenzabas a olvidarte, subía al campanario que se vislumbra desde el balcón y volvía a emitir aquella señal de nuevo, casi se oía gritar: ¡Eh! ¡Espabila, que el tiempo corre y ya ha pasado otra hora!

Rescaté el bolso olvidado tras la puerta de mi habitación y recogí las llaves de la mesita de la entrada. Cerré la puerta con un mero estirón, no planeaba estar mucho tiempo fuera, pero necesitaba estirar las piernas y me apetecía, simplemente, pasear. Siempre abandono ese piso con algún objetivo concreto: ir al trabajo, al supermercado para hacer la compra, visitar a algún amigo, encontrarme con alguien. En aquel momento, sólo quería caminar. Bajé los escalones del portal saltando los últimos peldaños, embriagada por una inusual sensación de libertad, era algo irracional, pero a la vez placentero.

Una vez afuera, sin saber muy bien hacia dónde dirigirme, me dejé llevar por la dirección del viento que, levemente, me condujo hacia el centro, dejando a mi espalda la amplia avenida que acompaña al río. Recorrí las calles sin rumbo, buscando la sombra y evitando el tórrido sol estival. Aquella zona me era familiar, hacía ya unos meses que el barrio me había acogido y, en cierta medida, yo también me había apropiado de él, del garaje con la entrada en rampa, del estrecho supermercado, de aquel bar tan agradable para tomar café y ese otro que siempre permanece abierto, donde puedes comprar tabaco cuando el estanco de la plaza ya ha cerrado. Era como una simbiosis, un acuerdo mutuo, donde  ambos tomábamos algo del otro.

En algún momento cercano a las nueve, al girar una esquina para iniciar el regreso a casa, algo me sobresaltó. Ese cruce tantas veces transitado, me pareció de pronto desconocido, cuando al mirar hacia arriba descubrí una casa que nunca había estado allí,  que destacaba sobre las demás por su estilo mucho más moderno y, especialmente, por aquella gran terraza circular cubierta enteramente por enormes cristaleras. Entonces no pude evitar sentirme como una extraña, invadiendo algo que no me pertenecía, aquel lugar no me era tan conocido como pensaba e incluso percibí el olor a desconcierto que  la brisa transportaba. Envuelta en aquel torrente de emociones y paralizada, oí el repicar de las campanas que me trajeron de vuelta y me tranquilizaron. Ahora parecían decir: Tranquila, estás aquí, sigues en el mismo sitio y todo está bien. Bajé la vista, cegada por el reflejo de la luz que proyectaban los cristales y volví a casa guiada por el sonido familiar.

Desde entonces, y aún hoy, cuando salgo a pasear sé que cualquier cosa puede tornarse desconocida, que siempre hay algo nuevo que descubrir, detalles, unas veces casi imperceptibles, otras muchas como grandes cristaleras en las que nunca nos hemos fijado, que parecen surgir de la nada, como si alguien simplemente las hubiese puesto ahí porque no tuviese lugar mejor donde colocarlas, porque quizás vemos lo que queremos o nos permitimos ver, pero rara vez conocemos algo como verdaderamente es.

lunes, 11 de julio de 2011

Qué esconderá la Luna

27 días, 7 horas y 43 segundos tarda la Luna en dar una vuelta a la Tierra. Y siempre la vemos igual, sólo nos presenta una de sus caras. “La luna no es de fiar”, pienso mientras observo aquel cuerpo luminoso, lejano, solitario en ausencia de estrellas que la acompañen, en esta oscura y calurosa noche de julio.
“¿Qué esconderá por el otro lado?”. Algo muy grave tiene que ocultar, para mostrarnos siempre esa apariencia perfecta. Quizás pertenezca a una noble familia, tiene que ser alguien importante, sin duda, siendo el quinto satélite más grande del Sistema Solar, con tanta responsabilidad sobre las mareas, esa tarea no puede desempeñarla cualquiera… “¿Qué no querrá mostrar?” Quizás alguna vez, en su larga vida, se enamoró de alguien, un meteorito, puede ser. Ya sabéis, un amor de esos fugaces, incluso inapropiado para su clase, de los que te dejan marcada para siempre, y eso es precisamente lo que esconde, la cara del desengaño, la que no nos deja ver. A lo mejor el meteorito pasó fugazmente, como es propio de su naturaleza, y la Luna no pudo evitar desear que se quedase. Qué tonta la Luna. Pero qué triste debe ser, en verdad, su devenir. Tanto tiempo, moviéndose en círculo, dando vueltas y vueltas sobre lo mismo, la Tierra, los hombres, el panorama que debe verse desde ahí arriba. Y siempre mostrando una intachable presencia, brillando para nosotros, ocultado su tristeza con su apariencia perfecta.
Me alegra que en esta noche de julio no puedan verse las estrellas, te contemplo a ti, Luna, mientras sonrío e imagino también la fugacidad de su vuelta.